Historia de Henry Ford, creador de los autos Ford
El ingeniero y empresario estadounidense Henry Ford modificó de un forma
radical las costumbres y los hábitos de consumo de la sociedad, gracias
a su innovadora forma de entender la producción industrial. Por una
parte, fue capaz de producir automóviles económicos y fiables, al
alcance de un gran número de consumidores; por otra, transformó los
métodos de trabajo de la industria, para hacerla más productiva. En el
momento de su muerte, acaecida en 1947, ese hijo de unos pobres
granjeros irlandeses no sólo había amasado una fabulosa fortuna personal
y engendrado una familia de empresarios que expandió su imperio
industrial, sino que tenía el orgullo de ser uno de los hombres que más
han influido en el llamado estilo de vida americano. Su Ford T figura
hoy en muchos museos como una obra de arte equiparable a las grandes
creaciones humanas.
Nacido el 30 de junio de 1863 en Dearborn, Michigan,
Henry Ford demostró desde muy joven unas condiciones poco comunes para
la mecánica. Nada más terminar sus estudios secundarios en Dearborn, se
trasladó a Detroit para trabajar como aprendiz de mecánico, aunque no
mucho después regresaría a su pueblo, ganándose la vida como mecánico de
máquinas de vapor. En 1888 se casó con Clara Jane Bryant, su compañera
de toda la vida, que le daría un único hijo, Edsel (nacido en Detroit en
1893), un hombre brillante e imaginativo que hubiera podido ser un gran
director de empresa de no haber vivido ensombrecido por la gigantesca
figura de su padre. Ford volvió a instalarse en Detroit en 1891 y entró a
trabajar como mecánico en la Edison Illuminating Company, de la que
llegaría a ser ingeniero jefe.
En esos años inició la construcción, en su tiempo libre,
del que sería su primer «coche sin caballos», que culminó en 1896. Se
trataba de un vehículo de cuatro ruedas arrastrado por un motor de dos
cilindros y cuatro tiempos, refrigerado con agua y sin marcha atrás.
Este modelo no aportó ninguna novedad mecánica respecto a los que en
Europa fabricaban Daimler o Benz.
Su importancia vendría después, con la construcción en serie, y gracias
a sus prestaciones, economía y robustez, virtudes destinadas a
satisfacer las necesidades de la clase media.
Durante los primeros años del siglo, Henry Ford fue
asentando su fama de mecánico conduciendo con éxito sus propios coches
de carreras. Se asoció con otras empresas automovilísticas, pero su
fuerte carácter y sus ideas poco convencionales le llevaron a fundar en
1903 la Ford Motor Company, de la que poseyó el 25,5 % de las acciones.
En el momento de su fundación, la compañía sólo disponía de unas cuantas
patentes y de un prototipo construido con ayuda de C. Harold Willis que
ni siquiera estaba terminado.
El arrollador triunfo del Ford T
Él
y sus socios, fundamentalmente los hermanos John y Horace Dodge,
fabricantes de los motores, empezaron a cosechar los primeros éxitos, y
con ellos llegaron las diferencias de criterio. Los Dodge se inclinaban
por un modelo de lujo y alto precio, en tanto que Ford propugnaba
exactamente lo contrario, es decir, un coche muy sencillo y popular, y
sobre todo barato. Las diferencias acaban siendo tan graves que Ford
opta por comprar la mitad de las acciones, dejando a los Dodge en
minoría. Ahora ya no sólo sabe lo que quiere sino que, a partir de
diferentes intentos, sabe incluso cómo debe hacerse, y fruto de todo
ello nace el Ford T, que sale a la venta en 1908. Tan sólo cinco años
después, Henry Ford ya es capaz de poner en la calle 25.000 unidades
anuales a un precio de 500 dólares, con unos beneficios superiores a los
once millones de dólares.
A partir de aquí los analistas del fenómeno Ford
discrepan. Para unos el secreto de su éxito fue que supo comprender que
el deseo de todo americano era poseer un vehículo autopropulsado capaz
de proporcionarle la libertad de acción que caracteriza el sueño
americano. Para otros, en cambio, el proceso fue exactamente al
contrario: lo que hizo Henry Ford, gracias a su ingenio y laboriosidad,
fue poner al alcance de cualquiera la posibilidad de comprar un
automóvil, con lo cual habría construido al mismo tiempo el mítico
modelo T y el sueño americano.
En uno u otro caso, y
desde un punto de vista estrictamente empresarial, el verdadero secreto
de Henry Ford fue el haber sabido combinar tres factores que no sólo
revolucionaron la industria automovilística sino la sociedad
norteamericana en su conjunto. El primero de esos factores fue la
normalización y la fabricación masiva de todas y cada una de las piezas
que componen un automóvil, de forma que al converger ordenadamente sobre
la cadena de montaje se podían ensamblar un centenar largo de unidades
diarias; sin ser su inventor, sus factorías automovilísticas se
convirtieron así en el modelo de referencia para la fabricación en serie
a gran escala, método de producción que perdura en nuestros días y que
fue una de las grandes innovaciones de la segunda etapa de la Revolución Industrial.
El segundo factor fue la concesión de unos elevados
salarios («desorbitados», en opinión de sus rivales) a los trabajadores
de sus factorías, que, al encontrarse con recursos económicos
suficientes, de inmediato pasaron a ser los principales consumidores del
propio Ford T. Finalmente, Ford estableció a escala nacional una tupida
red de concesionarios que mantenían con la central una estrecha
relación, ya que en muchos casos incluso se fundaron las bases
rudimentarias de lo que hoy son las compañías financieras paralelas que
fomentan la venta a plazos. A sus cuarenta años, Henry Ford no sólo era
ya el primer fabricante mundial de automóviles, sino uno de los hombres
más ricos del país.
Pacifista en la guerra
Pero
aún le quedaban muchas y duras pruebas en las que templar su indomable
espíritu irlandés. En vísperas de la entrada estadounidense en la Primera Guerra Mundial,
y cuando el conflicto ya se había generalizado en Europa, Ford lanzó
personalmente una campaña en favor de la paz tan apasionada como
ridiculizada por sus oponentes. Llegó incluso a fletar el llamado Barco de la Paz
al tiempo que financiaba a las organizaciones pacifistas en su inútil
esfuerzo por detener la guerra. Sin embargo, siendo como era un hombre
pragmático, no dudó un instante en poner todas sus factorías al servicio
del gobierno cuando comprendió que la guerra era inevitable, obteniendo
contratos multimillonarios para la fabricación de vehículos bélicos y
armamentos.
Paralelamente a sus esfuerzos en favor de la paz, Henry
Ford hubo de librar una dura batalla de orden legal contra los hermanos
Dodge, quienes a la cabeza de un amplio sector de accionistas
minoritarios se oponían a que el magnate reinvirtiese los beneficios de
su empresa en ampliarla y consolidarla. Ello iba en contra de los
intereses de John y Horace Dodge, más interesados en cobrar los
dividendos para invertirlos en su propia fábrica de automóviles.
Obligado en 1919 por un juez a repartir entre sus accionistas casi
veinte millones de dólares, Ford reaccionó con una contraofensiva brutal
y en cuestión de semanas, y por medio de agentes interpuestos, invirtió
más de cien millones de dólares en hacerse con la casi totalidad de las
acciones de la Ford Motor Company.
Los tiempos, sin
embargo, ya no eran tan buenos. En 1920-1921 se vivió una fuerte
recesión que fue como el preludio de la crisis del 29. Ford salvó el
bache a costa de reducir aún más el precio del modelo T (360 dólares),
de lanzar el famoso tractor Fordson y de obligar a sus concesionarios a
financiar en parte no sólo la compra de su propia compañía sino las
cuantiosas inversiones que estaba llevando a cabo. En 1922 compró la
Lincoln Motor Company y puso al frente de la misma a su hijo Edsel con
el objetivo de fabricar un modelo de lujo.
Simultáneamente,
y a fin de poder controlar todos los estadios de la fabricación y venta
de sus automóviles, inició la compra sistemática de bosques, minas de
carbón y hierro, fábricas de cristal, altos hornos, un ferrocarril, una
flota mercante y una inmensa plantación de caucho en Brasil, al tiempo
que, para diversificar aún más la oferta, inició la fabricación de
aviones trimotores, haciendo de paso que el transporte aéreo de
pasajeros y de correo experimentasen un gigantesco avance en
Norteamérica. Henry Ford fue, además, el primero en advertir las
ventajas del mercado exterior y estableció una completa red de ventas en
Europa. Hacia la mitad de la década de los años veinte, el Ford T
acaparaba entre un 40 y un 57 % del mercado de automóviles. Sin embargo,
justo en vísperas de la gran depresión del 29, Ford no supo (y en parte
no quiso, ya que era hombre obstinado y de ideas fijas) ver los grandes
cambios que se avecinaban y que obligaban a un enérgico golpe de timón.
La crisis del 29
El
notorio incremento de la red vial, unido a la subida general del nivel
de vida, así como la competencia directa de rivales como la General
Motors, hicieron del Ford T un modelo obsoleto. Pero Ford, viendo las
engañosas cifras de ventas de su portaestandarte, se resistía a
cambiarlo y optó por el viejo recurso de reducir costos, sólo que esta
vez ya únicamente le restaba incrementar la productividad y congelar los
salarios, lo cual hizo disminuir notoriamente la popularidad del Ford
entre los antaño obreros mejor pagados de Norteamérica.
El
dramático descenso en las ventas experimentado durante 1927 obligó a
Ford a suspender la producción del modelo T. A finales de ese año salió a
la venta el Ford A y poco después, en 1929, el asombroso V-8, que le
permitieron recuperar algo del terreno perdido. Pero la Ford Motor
Company ya no es la número uno, porque tanto General Motors (con el
famoso Chevvy) como la Chrysler van por delante. Con el agravante de que
el patrón parece haber perdido el rumbo: su semanario, el Dearborn
Independent, se lanza a una furiosa campaña antisemita; ni la posterior
desautorización del propio Henry Ford ni su pública solicitud de
disculpas evitará una caída en picado de su reputación.
El inmenso poder del que disfrutaba dentro de su
conglomerado de empresas, la imposibilidad de ejercer el control directo
de todas ellas y el hecho de que Ford fuese mejor en las cuestiones
mecánicas que en las relaciones humanas dieron como resultado que muchas
veces delegase su poder en personas más notables por su actitud
servicial que por sus dotes empresariales. Así, la benéfica influencia
que un hombre reflexivo y ponderado como su hijo Edsel venía ejerciendo
sobre la empresa desde 1925 se veía ampliamente contrarrestada por los
amplios poderes concedidos a Harry Bennet, jefe de los servicios de
seguridad de Ford.
Bennet fue en gran medida
responsable de la reiterada y obstinada negativa de Ford a firmar la Ley
de Recuperación de la Industria Nacional, una fórmula gubernamental
puesta en práctica durante los años treinta para ayudar a superar el
crac del 29 y que implicaba sustanciosos contratos estatales pero que
obligaba a los patronos a pactar con los sindicatos. Al final de esa
década, y cuando se hizo evidente que Hitler acabaría arrastrando otra
vez a Estados Unidos a intervenir bélicamente en Europa, Henry Ford
volvió a oponerse públicamente a la guerra. Pero nada más conocerse el
ataque japonés contra Pearl Harbor y la fulminante declaración de guerra
decretada por el presidente Wilson, puso su gigantesco potencial al
servicio del Estado y de sus factorías no tardarían en salir los
primeros superbombarderos destinados a restituir la supremacía bélica
estadounidense.
La herencia del gran industrial
La
falsa prosperidad aportada por los contratos estatales no alcanzaba a
ocultar las graves deficiencias que aquejaban a la Ford Motor Company,
fundamentalmente debidas al notorio retraso tecnológico experimentado
por el empeño de su fundador en continuar produciendo vehículos baratos y
por lo tanto técnicamente mediocres. En este sentido cabe destacar la
positiva influencia ejercida por Edsel Ford, y que hubiera podido
incrementarse aún más debido a los reiterados problemas cardíacos
sufridos por Henry Ford a principios de los años cuarenta.
Desgraciadamente, Edsel murió en 1943, y Henry Ford, a la sazón un
anciano de ochenta años y con la salud muy deteriorada, ya no tenía
fuerzas para recuperar el mando de esa nave que avanzaba hacia la
deriva.
Hasta que en 1945, y tras una suerte de golpe de estado
familiar en el que tuvo una destacada actuación la esposa del fundador,
Clara Jane Bryant, el hijo de Edsel, Henry Ford II, fue aupado a la
presidencia con la misión de reestructurar, sanear y poner al día el
fabuloso conglomerado de empresas levantado por Henry Ford. En el
momento de su muerte, ocurrida en abril de 1947, Henry Ford tuvo la
satisfacción de saber que su imperio volvía a ser una maquinaria que
funcionaba a toda presión y que luchaba ventajosamente en todos los
frentes abiertos por él.
Sin embargo, los tiempos
habían cambiado y ya no era posible seguir dirigiendo ese imperio sobre
una base familiar. En 1956, siete millones de acciones de la Ford Motor
Company salieron a la venta, poniendo fin al control absoluto ejercido
por los Ford. Gran parte de los beneficios generados actualmente por la
empresa van a parar a la Fundación Ford, creada en 1936 y sucesivamente
fortalecida por los legados dejados por el propio Henry Ford, su esposa
Clara y su hijo Edsel, totalizando en la actualidad más de medio billón
de dólares dedicados íntegramente al fomento de la investigación y las
artes.
Extraído de Biografias y Vidas
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